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Maiestas

Por un instante fugaz como un latido, los ojos de la niña reflejaron un fulgor incandescente. Frente a ella, el cuerpo exánime del párroco se desplomó sobre las lozas de mármol del coro.

Su cabeza, siempre recordaría esa imagen, golpeó el suelo con un sonido seco, con el rostro vuelto hacia donde estaba ella, dejándole ver el sangrante boquete entre los ojos por el que había penetrado la bala destructora. Voces graves y horribles resonaron aquí y allá maldiciendo, acompañadas del insoportable traqueteo de las armas, que retumbaban por todas partes; en un momento se escuchaban detonaciones cerca de la sacristía, después en dirección del altar mayor y luego junto a la puerta…

La niña, que permanecía escondida bajo una antigua mesa de roble, cerró los ojos con espanto, y las imágenes terribles de los demonios deformes y furibundos que había visto varias veces pintados en los retablos de la capilla dedicada las ánimas del purgatorio llenaron su mente. Los imaginó de cuerpo entero, grandes como columnas, deambulando por toda la iglesia, volcando los muebles y rompiendo las puertas en su busca; olisqueando el aire con sus horribles narices de cerdo y de macho cabrío.

Tuvo ganas de salir corriendo, pero el terror la mantuvo clavada al suelo, como si fuera uno de esos santos con los pies de madera pegados al zócalo que los sostenía en sus lugares, desde los que ahora presenciaban inmutables la carnicería que tomaba lugar frente a ellos. Allá en el fondo, a lo lejos, los gritos de una de las hermanas carmelitas vinieron a sumarse a la atmósfera de horror que imperaba en el lugar.

Vino la noche y con ella el silencio. No era el silencio de calma y beatitud acostumbradas, sino un silencio húmedo y gris, como de osario. Un movimiento. Un leve tremor bajo la mesa. La cabeza de la niña salió de las sombras, se detuvo un instante y a continuación salieron un par de manecitas y unido a ellas, todo un cuerpecito cubierto con un sencillísimo vestido blanco de lino.

Con cuidado, tomó la cabeza del sacerdote entre sus manos y la apoyó en su regazo. Lo contempló un instante y le pareció ver en su rostro una sonrisa casi imperceptible colgando del filo de sus labios de andaluz. Le cerró los ojos y una cascada de inocencia y alas rotas vino a lavar la sangre del bondadoso rostro del difunto, que a la luz del ventanillo se volvía color de luna.

Hieronymus Bosch, El Bosco: El Juicio Final

Comentarios

Le cerró los ojos y una cascada de inocencia y alas rotas vino a lavar la sangre del bondadoso rostro del difunto, que a la luz del ventanillo se volvía color de luna.



SIMPLMENTE: SUBLIME!!
Gina Nordbrandt dijo…
Hola Jean, hermosas pero funébres palabras las que has escrito.
Se te extraña mucho... Zanahodiaz!!!

Saludos saturnianos y gracias x todo.

TQM caballero del blanco azucar... =)
Gina Nordbrandt dijo…
Hola Jean!

Se te quiere muchooooooooooooooooooooo!!!!

=)

Saludos saturnianos!!!

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